martes, 26 de marzo de 2013

2001 antes y después: la consolidación de la territorialidad

Cita: Vommaro, Pablo (2012). “2001 antes y después: la consolidación de la territorialidad”. En Revista Forjando Nº1, julio de 2012, Buenos Aires. Pp. 106-117. ISSN: 2313-9021

2001 antes y después: la consolidación de la territorialidad 

Dr. Pablo Vommaro (UBA/CONICET-CLACSO) 

Diciembre de 2001 constituyó un hito en la historia argentina reciente. Más allá de la profundidad que le asignemos a los cambios que se produjeron, de las explicaciones que encontremos o de los ecos que identifiquemos en el proceso histórico posterior, el consenso social, político y académico sostiene que en ese momento se produjo un quiebre que involucró diversas dimensiones de la vida privada y pública de los argentinos . Durante las jornadas del 19 y 20 de diciembre de 2001 una movilización popular que ocupó las calles de la Ciudad de Buenos Aires, el Conurbano y las grandes ciudades de las provincias (como Rosario) desalojó del gobierno a De la Rúa obligándolo a renunciar a la presidencia de la República que ejercía desde diciembre de 1999. Durante los días previos el Partido Justicialista le había quitado el sustento parlamentario al gobierno de la Alianza. Muchas son las caracterizaciones que se elaboraron sobre este momento. Pérez se refiere a este período como “quilombo” definido por la “pérdida de referencias” sociales (Pérez, 2008). Otros autores hablan de “Argentinazo” para aludir al carácter de rebelión popular e impugnación del orden dominante de los sucesos de aquellos días. La noción de “momento constitutivo” o “momento original” que acuñó el autor boliviano Zavaleta Mercado para interpretar períodos de conmoción y cambio acelerado en Bolivia, también puede ser útil para entender lo ocurrido en diciembre de 2001 en la Argentina. Este autor sostiene que en la historia de cada país existen momentos constitutivos u originales que prefiguran los principales rasgos del proceso histórico posterior y sus elementos fundamentales permanecen aunque el tiempo de su gestación haya pasado. Si seguimos esta propuesta, los ecos de 2001 persistirían a más de diez años de aquellos hechos. Por último, el filósofo francés Alain Badiou propuso la noción de “acontecimiento” para designar momentos de gran creación y producción política. Para él, un acontecimiento es algo imprevisto, que rompe con el estado de cosas dominante, que va más allá de la situación existente; y que en este movimiento de disrupción, crea una acción social y política. Es decir, un acontecimiento es a la vez disruptivo y creador, subvierte e instituye. A partir de estos planteos, muchos investigadores argentinos analizaron los hechos del 19 y 20 de diciembre de 2001 en esta clave. Más allá de las diversas posiciones y de los debates que aún existen al respecto, diciembre de 2001 constituyó un acontecimiento político de enormes dimensiones, un punto de inflexión en el proceso histórico cuyas resonancias aun se perciben. Pero para acercarnos a una comprensión lo más integral y profunda posible de este momento es necesario volver a pensar lo que ocurrió en los años anteriores, es decir, en los años noventa, esa larga década neoliberal que comenzó en 1989 y encontró su límite abrupto en el primer año del nuevo milenio. En este artículo abordaremos estos años partiendo de las transformaciones sucedidas a nivel económico, político y social y basándonos en las realidades de los barrios de la zona sur del Gran Buenos Aires, que hemos estudiado en diversas investigaciones. Lo que trataremos de ver es como, además del desguase del estado, el cierre de industrias y el aumento del desempleo y la pobreza; esos años fueron también el momento de despliegue de organizaciones sociales a nivel barrial o territorial que adquirirían visibilidad sobre el final del período. Los años noventa desde una mirada política y territorial La restauración de la democracia sucedida en el año 1983 presentó un panorama ambiguo a nivel social y político. Por un lado, se vivía un momento de auge de la participación popular y de crecimiento de diferentes organizaciones políticas y sociales (partidos políticos, organismos de Derechos Humanos, centros de estudiantes, organizaciones barriales). Por otro, se presentaba el desafío de encausar esa participación en las formas reconocidas por la naciente democracia, lo que implicaba repensar y resituar la política en términos institucionales. Las múltiples expectativas que generó el regreso al sistema constitucional crearon, como sostiene Merklen (2005), una oportunidad para “restituir la política en su lugar”. Fue así como se definieron los contornos de la “buena política”: el actor principal era el ciudadano, el acto político por excelencia la participación electoral a través del voto, y la representación se realizaría a través de los partidos políticos. De esta manera, podemos comprender la intensa participación política en partidos que se desarrolló durante los primeros años de la democracia. En aquellos años fueron especialmente los jóvenes los que más compromiso mostraron en cuanto a las formas institucionales de participación. Por un tiempo, entonces, para muchos jóvenes la política podía ser entendida como sinónimo de participación en las instancias de la democracia representativa (Sidicaro, 1998). Sin embargo, la idea de que la democracia pondría “la política en su lugar” (Merklen, 2005), mostró rápidamente sus limitaciones. Esto se evidenció en lo que Novaro denomina “abismo creciente entre las opiniones e intereses de las personas y las instituciones políticas, la muy baja estima en que se tenía a los políticos y la política, y en especial a los procedimientos partidarios para seleccionar candidatos y tomar decisiones y a cierta sensación general de que las expectativas depositadas en los representantes habían sido, y volverían a ser una y otra vez, defraudadas” (Novaro, 1995). Este fue uno de los elementos que anticipó lo que se desplegaría en los años noventa. En efecto, en la larga década neoliberal (1989-2001) se gestaron modalidades de compromiso y de participación política por fuera y en directo cuestionamiento a las vías institucionales y representativas. Estas mostraron nuevamente los límites del concepto de ciudadanía como única forma de implicación en la vida pública. La defraudación de las expectativas que muchos habían depositado en la democracia representativa –que Rinesi (1993) analiza como un proceso de seducción y abandono- se profundizó frente a los procesos hiperinflacionarios y las sucesivas crisis económicas –y de la deuda- que terminaron en los saqueos y estallidos sociales que signaron los meses finales de la presidencia de Raúl Alfonsín (1983-1989). Asimismo, el entusiasmo que generó el juzgamiento a las Juntas Militares y a quienes habían perpetrado el plan sistemático de aniquilamiento social durante la dictadura, fue frustrado con la sanción de las leyes de Punto Final y Obediencia Debida entre 1985 y 1987 (anuladas por la Corte Suprema durante la presidencia de Néstor Kirchner). El año 1989, simboliza entonces un momento de agotamiento y ruptura. Según Novaro (1995), este es el año que expresa más claramente el cierre de la etapa de transición hacia la democracia y la frustración de las expectativas ligadas con aquélla, especialmente en cuanto a la posibilidad de que se asentaran las bases para la formación de una democracia de partidos estable que sea capaz de asegurar el bienestar para el conjunto de los ciudadanos. A este agotamiento político siguió un colapso económico que fue incentivado desde el discurso oficial. Así, se impuso el mensaje neoliberal que enfatizaba que la intervención estatal era la causa de muchos de los problemas sociales y económicos y que era necesario, entonces, reducir sus dimensiones y su capacidad de incidir en la vida económica y social. Así, a partir de 1983 los sectores económicos más concentrados vinculados al comercio exterior y el capital financiero, que habían ganado poder político durante la dictadura militar de 1976, continuaron manejando los resortes fundamentales de la economía argentina. La presión externa, debido al creciente endeudamiento y las dificultades recurrentes para el pago, contribuyó al diseño y desarrollo del escenario político que favoreció la implementación de las políticas macroeconómicas neoliberales y mercado externistas que tuvieron su esplendor en la década del noventa bajo los gobiernos de Carlos Menem (1989-1999). Sobre esto, Frederic plantea que “las reformas neoliberales de Menem atacarían el corazón de las políticas de intervención del Estado consolidadas en su mayoría durante el primer gobierno de Perón en 1945 […]. Así, el ‘giro’ de Menem […] desafió las concepciones que habían dominado el pensamiento político y económico argentino del último medio siglo, las clasificaciones sociales y políticas existentes hasta entonces y, fundamentalmente, las prácticas que sustentaban esas concepciones” (Frederic, 2003). De esta manera, se planteó como salida de la crisis económica de 1989 un programa de reestructuración –bajo el eufemismo de racionalización- del Estado que incluyó: privatizaciones, liberalización de mercados (laboral, del comercio exterior), eliminación de barreras arancelarias y para-arancelarias, entre otras medidas. Esta profundización de las políticas que se habían implementado durante la dictadura militar causó un nuevo proceso de desindustrialización, desempleo y aumento de la pobreza. Que las políticas neoliberales y neoconservadoras hayan sido implementadas por un gobierno que pertenecía al Partido Justicialista era una muestra de los cambios que habían sucedido en el sistema político argentino y, en particular, en ese partido. Entre otros elementos, el debilitamiento del peronismo se produjo a partir del resquebrajamiento de los sindicatos y de la redefinición del lugar que históricamente habían ocupado como base del movimiento peronista. Esto se expresó en la disminución del poder sindical, de sus capacidades de movilización y confrontación y en las divisiones que se produjeron en la CGT . Como se observa en la base de protestas realizada por el Grupo de Estudios de Protesta Social y Acción Colectiva (GEPSAC, 2006) la participación de las organizaciones sindicales entre 1989 y 2003 muestra la pérdida progresiva de peso en términos absolutos y relativos de este actor en el escenario de la protesta social. Esto permite reconocer cómo se produce un debilitamiento de la relación entre la movilización social y los actores clásicos del sistema político vinculados, en este caso, a los sindicatos . Para Svampa y Pereyra (2003), la “paradoja de los noventa” consistió en que se produjo una hegemonía política por parte del Partido Justicialista al mismo tiempo que tuvo lugar el momento de máxima añoranza, por parte de los sectores populares, de las políticas sociales integradoras que habían caracterizado a esta organización cuando había gobernado décadas atrás. Para estos autores esta paradoja es la que explica que haya sido posible profundizar un modelo económico excluyente manteniendo una fuerte legitimidad que tenía como soporte la existencia de una cultura política vinculada al peronismo. Estas transformaciones del peronismo estuvieron estrechamente vinculadas con cambios sucedidos entre los trabajadores –los ocupados y ahora también los desocupados- que se expresaron a nivel territorial a partir de dos procesos. Por un lado, el crecimiento de las redes sociales de organización social situadas en el territorio. Por otro, la implementación de diferentes dispositivos de control a nivel barrial que fueran capaces de contrarrestar la organización popular que podía canalizar el descontento en ascenso. Los primeros planes sociales focalizados y el fortalecimiento de la figura de los punteros y las manzaneras fueron parte de este proceso. Estos cambios materiales se combinaron con otros subjetivos que, según Martucelli y Svampa (1997), “remiten menos a una identidad peronista activa como estructura del sentir que a un conjunto de emociones y de lealtades históricas frente al ‘único partido que ha hecho algo por nosotros’”. Como bien señalan estos autores, las mutaciones acontecidas no pueden ser entendidas solo como cambios “desde arriba”, como resultado de la aplicación de políticas diseñadas desde el gobierno. Estas transformaciones deben ser interpretadas también como una respuesta estatal a los cambios que se produjeron entre los denominados sectores populares, es decir a nivel territorial. Llegamos entonces al proceso de territorialización que se desplegó durante la década del noventa. Muchos autores dan cuenta de la “territorialización de la política” que se produjo en aquellos años. El doble proceso de politización de lo cotidiano y territorialización de la política produjo la ampliación de las fronteras de lo político y la creación de formas políticas o militantes innovadoras. Esto es, modalidades de militancias territoriales y comunitarias que podemos llamar político-sociales y que se presentaron como alternativas a la lógica político-partidaria, más ligada a lo estatal. Antes que el reemplazo de una por otra, debemos reconocer las relaciones de tensión, conflicto y contradicción entre estas dos lógicas políticas, que, además, se agudizó en aquellas coyunturas de activación o visibilización de las prácticas territoriales. Esta territorialización también se produjo en el plano estatal dando lugar a lo que algunos autores denominan “molecularización del estado”. Así, desde nuestra perspectiva, más que fragmentación y desafiliación, lo que se produjo durante la década del noventa fue el fortalecimiento y la reactualización de formas alternativas de expresión de la política en los barrios, que resignificaron elementos que se habían esbozado en las décadas pasadas, y anticiparon algunos de los rasgos que se visibilizarían en 2001. Estas otras formas políticas se constituyeron a partir de la territorialización y la creación de espacios comunitarios. Así, la política se resituó en clave territorial y las organizaciones que expresaron estos cambios –las denominadas piqueteras entre las principales- ocuparon un lugar de creciente visibilidad e incidencia en las definiciones públicas del conflicto social. A partir de estos cambios el territorio cobró un lugar de centralidad y se convirtió en una dimensión explicativa para entender las dinámicas económicas, políticas y sociales en un plano más general. En cierto sentido, la lógica del sistema devino territorial. Esta territorialización expresó varias redefiniciones. El barrio se transformó en espacio de producción –y no sólo en espacio producido- y la política se difundió hasta los ámbitos antes considerados privados e íntimos. Esta politización de las relaciones y la vida cotidiana se produjo sobre todo a partir del carácter político que adquirieron las redes sociales de organización que instituyeron vínculos comunitarios en base a la lógica territorial. El proceso de territorialización que mencionamos, lejos de ser analizado como reclusión o retraimiento, potenció y fortaleció la capacidad de los colectivos para desplegar proyectos alternativos. El territorio se transformó en un espacio de pertenencia, de identificación y también de realización, creación e innovación social. Zibechi analiza este proceso concibiendo al año 1989 como el inicio de lo que denomina “un período de ofensiva de los sectores populares urbanos”. Para este autor, las insurrecciones urbanas fueron la forma más visible de esa ofensiva, que pasó también por una “sorda y subterránea sociabilidad” que empezaba a cubrir todas las áreas, desde la salud y la educación hasta la producción material (Zibechi, 2008). Entonces, el 2001 fue irrupción repentina, pero también fue expresión de un proceso que se venía gestando desde los años anteriores. Retomando el proceso histórico, luego de 1998 se aceleró la crisis económica y social del gobierno menemista. Así también, crecieron las movilizaciones sociales tanto en los pueblos y ciudades medianas de las provincias que habían sufrido las consecuencias del cierre de plantas de empresas públicas que habían sido privatizadas o el despido de empleados públicos, como en los suburbios de las grandes ciudades, especialmente de Buenos Aires. Aquí en 1997 se produjeron los primeros cortes de ruta que luego se convirtieron en la modalidad habitual de manifestación de la protesta. Asimismo, estos cortes o piquetes constituyeron la cara visible de organizaciones sociales de trabajadores desocupados que se estaban consolidando en distintas zonas del Conurbano bonaerense. Así, en 1997 se inició un ciclo de luchas populares o un ciclo de protestas que se prolongaría al menos hasta 2006, encontrando en 2001 y 2002 un punto de inflexión. Sin embargo, podemos resaltar un hecho que desafía la mayoría de las impresiones que aún persisten sobre el 2001. Según un informe elaborado en 2006 por el GEPSAC , 2001 no fue el año con más cantidad de protestas del ciclo. Este estudio releva 7263 protestas entre 1989 y 2006, lo que equivale a un promedio de 403 protestas por año. De ese total, solo 294 acciones se produjeron en 2001, lo que coloca a este año por debajo del promedio anual (GEPSAC, 2006). Para explicar esto, Schuster postula una hipótesis que se concentra más en la integración o articulación de las protestas, que en su cantidad. Según una hipótesis que compartimos, es el nivel de integración o articulación de las acciones de protesta, más que su cantidad, lo que define su impacto y capacidad de incidencia política. Entonces, en 2001 hubo menos cantidad de protestas que en los años anteriores y posteriores, pero estas protestas estuvieron muy articuladas entre sí, lo que multiplicó su impacto político y social. En efecto, no sólo los desocupados se movilizaron en diciembre de 2001 y los meses posteriores. Lo singular de aquel momento fue la confluencia en la práctica política y el espacio público de las organizaciones de trabajadores desocupados, con los trabajadores que ocuparon sus lugares de trabajo para recuperarlos, y con los sectores medios organizados en las llamadas asambleas barriales y los movimientos de ahorristas. “Piquete y cacerola, la lucha es una sola” se convirtió en una consigna popular con un significado político tan profundo como efímero. La articulación en la acción de estos tres sectores –si bien se diluyó luego de la represión del Puente Pueyerredón en junio de 2002 y la paulatina recuperación de una parte de los ahorros incautados- produjo un acontecimiento político de escasos precedentes en la Argentina que generó efectos profundos en las distintas dimensiones de la sociedad. 2001 y después… o lo que nos queda de 2001 Luego de una sucesión de designaciones y renuncias de tres presidentes, Eduardo Duhalde fue nombrado por el Congreso para ocupar ese cargo. Él derogó la ley de Convertibilidad, aplicó una devaluación del peso y reforzó la política de incautación de depósitos bancarios, que se conoció como corralón. Por otra parte, su política hacia el conflicto social en aumento consistió en un doble mecanismo. Por un lado, se masificaron los planes sociales. Por el otro, se incrementó la represión. Como parte de este segundo aspecto el 26 de junio de 2002 se produjo lo que se conoció como la Masacre del Puente Pueyrredón, represión en la que murieron dos miembros de organizaciones de trabajadores desocupados: Darío Santillán (del MTD de Lanús) y Maximiliano Kosteki (del MTD de Guernica). Este hecho marcó un punto de inflexión tanto para la dinámica del conflicto social –implicó que algunas organizaciones se retirasen de la acción directa callejera como práctica constante-, como para el sistema político –ya que obligó al adelantamiento de las elecciones. Así, en 2003 Néstor Kirchner asumió como presidente, nuevamente electo por el sufragio ciudadano. Su presidencia terminó en 2007 y fue reemplazado por Cristina Fernández, reelecta en 2011. Podemos afirmar que la llamada crisis de 2001 tuvo múltiples significados para las organizaciones de trabajadores desocupados y los movimientos territoriales en general. Por un lado, les otorgó un marco de visibilidad y legitimidad para la ocupación del espacio público que las acercó a algunas organizaciones que agruparon a sectores medios –como las asambleas barriales- y a iniciativas obreras como las mencionadas empresas recuperadas por sus trabajadores. Por otro, incrementó la diversidad que había caracterizado a estos grupos desde su surgimiento, multiplicando las divisiones y reagrupamientos de distintas vertientes, frentes y coordinadoras que se conformaron a nivel local, regional y nacional. En tercer término, no siempre el aumento de la presencia en el espacio público fortaleció los trabajos territoriales de las denominadas organizaciones piqueteras. Por diferentes elementos que no analizaremos en este artículo, muchos grupos de desocupados se diluyeron a partir de 2003-2004. Sin embargo, este proceso tuvo su envés de trama ya que muchas de las organizaciones que persistieron encontraron una posibilidad, alejados de la ruta, para consolidar su trabajo a nivel territorial y comunitario y potenciar la construcción de proyectos alternativos basados en lógicas distintas a las dominantes. Por último, otras agrupaciones se acercaron al estado y ocuparon distintos lugares en su administración expresando un reposicionamiento político que inclinó a muchos grupos piqueteros hacia el apoyo al gobierno de Kirchner. Algunos autores plantean que esto significó la estatización de algunas organizaciones. Según Fornillo (2008), estas adhesiones estuvieron basadas en una reinterpretación del peronismo en clave nacional-popular. Por su parte, Pereyra, Pérez y Schuster (2008) identifican cuatro elementos que caracterizaron la dinámica de las organizaciones piqueteras luego de 2001. En primer lugar, la modificación de las formas y periodicidades de la protesta. El distanciamiento entre los sectores medios y las denominadas organizaciones piqueteras; la creciente represión que tuvo su pico en los sucesos del Puente Pueyrredón; el crecimiento económico y la impronta política del gobierno de Néstor Kirchner; produjeron una relativa desmovilización y una modificación de las formas de confrontación y acción directa. En segundo lugar, las transformaciones en la política social. En líneas generales, continuaron los planes de empleo y los subsidios que se habían gestado en la segunda mitad de los años noventa y se generalizaron en 2002. Asimismo, las organizaciones continuaron siendo un actor importante en la administración y ejecución territorial de los planes sociales. Sin embargo, “el estado retomó el control como agente organizador de la política social […] y los municipios y dirigentes políticos locales volvieron a cobrar protagonismo en la distribución de los recursos” (Pereyra, Pérez y Schuster, 2008). Además, los subsidios directos como el Plan Jefas y Jefes de Hogar –implementado a comienzos de 2002- fueron complementados con planes que buscaron apoyar emprendimientos autogestionados y cooperativas barriales como el Plan Manos a la Obra o el más reciente Argentina Trabaja. Estos planes, sumados a una recomposición de la intervención del estado en la economía que tuvo su correlato presupuestario, dinamizaron la obra pública a nivel local. En tercer término, una relativa revitalización de la participación electoral, que se revalorizó luego de la profunda deslegitimación de 2001 con el “que se vayan todos, que no quede ni uno solo”. En efecto, varios dirigentes piqueteros incursionaron en el terreno de la política electoral, aunque con magros resultados. Además, otros grupos piqueteros se transformaron en apoyos electorales para el gobierno o se integraron a las estructuras estatales como funcionarios públicos en diversos ministerios y en espacios legislativos a partir de comicios favorables tanto en Buenos Aires como en otras provincias. Por último, los realineamientos políticos que reestructuraron el campo de las organizaciones de trabajadores desocupados generando un acercamiento al gobierno por parte de varias de ellas. Así, algunos grupos se integraron al gobierno kirchnerista en diferentes funciones interpretando que sus políticas eran una continuidad del impulso transformador de 2001 y que se estaba poniendo fin a la era neoliberal. En cambio, otras agrupaciones radicalizaron sus posturas haciendo de la oposición al gobierno su principal consigna. Además, algunos movimientos reconstituyeron instancias de coordinación buscando mantener la independencia respecto del estado; y otros se volcaron al trabajo barrial a partir del cual se habían constituido y habían podido fortalecer su organización, retirándose de la movilización callejera constante. Pérez define las “huellas” o improntas que proyectó diciembre de 2001 sobre los años posteriores. Por un lado, “el fin del miedo” que había sustentado “la transición democrática” –miedo a los golpes militares, a las escaladas hiperinflacionarias, a la aceleración del proceso de “destrucción de ciudadanía”, a la “desestabilización”-. Por otro, la instauración de un “protagonismo novedoso” que aspiraba a una “democracia participativa y no tutelada” y generó la articulación de “nuevas gramáticas políticas”. En tercer término, “la autoorganización comunitaria y la autogestión obrera” como “formas de enfocar el trabajo en el capitalismo posfordista”. Por otra parte, “la dinámica asamblearia como cuestionamiento a las formas delegativas del vínculo político –clientelares o patrimonialistas- apuntado a un proceso de conformación autónomo de la voluntad política”. Por último, “un despliegue pluralista del sujeto popular que promueva la multiplicación y articulación de las luchas más que su fusión e integración corporativa al aparato del estado”. En definitiva, se condensaron “rasgos de horizontalidad y multiplicidad” que estaban presentes en la situación anterior y se actualizaron y resignificaron en una nueva composición que los potenció (Pérez, 2008). Para concluir, identificaremos algunos ecos de 2001 que aún persisten y delimitan la política argentina. En primer lugar, podemos decir que la restauración de la dominación fue difícultosa, llevó varios años recomponer el sistema político y generar las condiciones para lograr un crecimiento económico que atenúe la pobreza y mejore las condiciones de vida de la mayoría de la sociedad respetando sus diversidades. En segundo término, lo público se colocó en el centro del debate. Por un lado, emergió con fuerza y de múltiples formas lo público no estatal, los espacios comunitarios y barriales. Por otro, el estado recompuso su lugar social como promotor de políticas, compensaciones y regulaciones. Además, el espacio público se constituyó en el ámbito privilegiado en donde se dirimía la disputa política y gran parte de la vida social. El tercer rasgo que podemos destacar es que la acción directa se presentó como la modalidad más efectiva de acción política de los diversos sectores movilizados. Las instancias institucionales de mediación con el estado se demostraron insuficientes para canalizar los conflictos y las formas de acción directa (corte de ruta, tomas y ocupaciones) ganaron terreno en las protestas. Como cuarto elemento, destacamos la constitución del territorio y la comunidad como ámbitos social y políticamente significativos, que adquirieron creciente centralidad. El territorio –en tanto espacio socialmente construido y significado- se convirtió tanto en lugar de producción política de las organizaciones sociales, como de legitimación de la política estatal y partidaria. En quito lugar, se multiplicaron las experiencias de autogestión y autoorganización social, tanto sea expresadas en las fábricas recuperadas por sus trabajadores, en los espacios barriales con diversos emprendimientos productivos, y en ámbitos rurales con las organizaciones campesinas, indígenas y la producción comunitaria. El último punto que señalamos es el ya mencionado proceso de recomposición del estado, que fue paulatino pero no menos constante. En la actualidad el estado ha ganado espacio como diseñador, promotor y ejecutor de políticas públicas. Esto, si bien el agotamiento de las modalidades clásicas de representación y legitimación políticas no está superado, es reconocido por todos los sectores, a pesar de las resistencias que persisten por parte de los grupos más concentrados y privilegiados de la sociedad. Así, la legitimidad política resquebrajada fue de difícil y lento –aunque constante- restablecimiento, pero la política post 2001 no es igual a la anterior, para ser exitosa requiere asumir la mayoría de los elementos que destacamos. Entonces ya nada volverá a ser como era. Diciembre de 2001 constituye una huella perenne en la historia argentina y tanto quienes quieran estudiarla como aquellos que se propongan construir política transformadora, deberán asumirla.